miércoles, 28 de enero de 2009

Explico algunas cosas

Invitadme a las islas, cualesquiera que sean, a las montañas negras de mi país. Guiadme por las calles, como si disfrutáramos, de ciudades antiguas, enseñadme de frente el edificio raro que con más ignorancia hayan dejado levantar al hombre. Colgad de mi pared un cuadro de verdad, que figure en los libros, dedicado a algún rey holandés, de uno de esos pintores que murió en la indigencia ignorando su valor en las casas de subasta. Llenad mi copa o, mejor aún, dejad la botella del vino más caro de Francia, por fuerza ha de ser bueno si entendidos franceses pagan tanto dinero. Ya sabéis lo que me gusta el vino. Baila conmigo una canción de soul en navidad sin nadie que nos vea. Comprometed los viernes conmigo por los bares, comprometed la risa, impostando el perfil de nuestra pobre burguesía, organizadme por fin una fiesta sorpresa.
Os besaré. Estaré alegre, confuso. Mi corazón será a partes iguales ansiedad y delirio. Pero al pasar el viaje, el cuadro en el olvido, si mantengo con fortuna del vino su recuerdo, cuando acabe la música, ya cerrados los bares, la fiesta despedida, volveré a ser el mismo. Mi tiempo necesita, no me engaño, del recuerdo constante de una mujer perdida de antemano. Imaginar las horas, las veladas futuras, junto a ella. Imaginar un punto, un espacio del cuerpo, por ejemplo, un miedo descifrable, una palabra que ella sólo diga. Y asirlo y mantenerlo y acunarlo.
Me salvo así. Busco con sólo aire. Finjo, temo.

sábado, 17 de enero de 2009

La importancia de llevar leotardos


Parón navideño, ¿o es un parón el tiempo de trabajo en medio de nuestras vidas asilvestradas? En quince días no da tiempo al descanso. Han corrido el vino y la vida como en el libro de Rimbaud. Tu felicidad, me decía Kela, es insultante.


Escucho Yo no me doy por vencido, de Luis Fonsi, y me gusta. Mala señal: estoy tontito. Y cuándo ha sido bueno eso para nadie.


Blake Edwards le dio a Vilallonga una joya carísima para que trasteara con ella en el bolsillo durante la escena de la fiesta en Desayuno con diamantes. La intención del director era que el español (brasileño en la peli) presentara cierto aire distinguido, misterioso. Así me siento yo con mis leotardos (El Rubio confecciones, talla G). Nadie los ve, pero ¡cómo deben de notárseme! Primero, aportan una confortabilidad especial ¿Es como llevar a cuestas la mesa de camilla? No, no es la misma cosa, ni es la misma liga; ni siquiera es el mismo jodido deporte. Pero es lo más parecido. El enemigo filtrado por la tela vaquera se choca y sucumbe contra el algodón del leotardo. El segundo motivo es sin duda el más importante. No sé de qué manera lo consiguen, pero no puede negárseles a los leotardos cierta masculinidad. Una vez solventado el escollo almodovariano de ponérselos (es importante en este punto no estirar el empeine; al fin y al cabo, soy un hombre) el leotardo fija la figura, enjuta y aterida en mi caso, la resalta, algo así como el expresionismo viril de cintura para abajo. Y luego está el descubrimiento callado del que han venido disfrutando las mujeres y algún cuco como Víctor Bullate: los apretados muslos suponen un beneficio carnal, de sexo anticipado, un affaire de algodón y canutillo. Queridos hombres, olvidad todo lo aprendido y atreveos. Al fin y al cabo, John Wayne frenaba diligencias y llevaba leotardos.