viernes, 24 de septiembre de 2010

Isla

Recordamos algunas cosas de la adolescencia. Más puro (ahora convendría decir: "más ingenuo", pero una rápida reflexión me sacaría los colores, por lo falso), recuerdo una frase mía lapidaria. Venía a cuento de un bienintencinado ejercicio ( discúlpeseme la benevolencia con el gremio enseñante) me parece que de filosofía. Yo dije: aspiro a la solemnidad. Me oyó la niña que me gustaba. Nunca más supe de ella.
Entro ahora en mi nuevo centro confuso en casi todo. Menos andar en bicicleta (y nadar) todo se olvida. Dos personas, a bote pronto, me parecen por encima de los demás. Tienen una costumbre de la suficiencia. No quieren nada. Como si en siglos hubieran profesado un funcionariado de la vida. Sabemos, claro, que no es verdad. Pero me aturde la máscara, el hecho inquietante (¿y si es verdad) de que lo parezcan. Un nuevo claustro nos sacudimos ansiosos como niños chicos. Un ridículo cercano a a los sexenios. Yo estoy contento, la verdad. Pero no sé qué ha pasado entre ahora y cuando tenía quince años menos.